La historia de Omaria
Omaria, a la derecha, tiene 34 años, y es alcohólica. Eleni, a la izquierda, está negociando con ella por enésima vez. Negocia sobre cuántos días estará sin beber a cambio de una cabeza cocida de cabra que está en el perol.
Estamos en Turkana, Kenia, una de las regiones más secas, duras y abandonadas del planeta, donde solo prosperan las acacias africanas y unos matorrales espinosos. Cuatro o cinco días de lluvia al año, si hay suerte. 42º C el día que llegamos. Uno no se explica de dónde pueden sacar bebidas en estas extensiones sin comunicaciones ni dinero. Pero hay gente alcohólica. Mucha. Basta machacar unas hierbas, dejarlas fermentar unos días y tomar el líquido resultante.
Por si no tuvieran trabajo, las misioneras se enfrentan también a este problema en su continua y variada lucha por conseguir elevar el nivel vital de las personas. Por sembrar en ellas la semilla de la dignidad, especialmente en las mujeres. Por enseñar nuevas maneras de hacer las cosas: cocinar, coser, cuidar a los niños, atender el ganado, cultivar nuevos y sorprendentes productos (como los pimientos, sandías, berenjenas, etc.). Porque muchas cosas nuevas pueden hacerse; con ayuda, pero pueden hacerse. Hace falta trabajo, ingenio y tiempo.
Hay que ser valiente para convertir tu vida en un esfuerzo continuo en favor de las personas que han nacido allí. Sin tener asegurado ni el éxito, ni el reconocimiento, ni la gratitud humana. Sin embargo, allí están las misioneras.